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Posted by Jeff from bgp01107368bgs.wbrmfd01.mi.comcast.net (68.42.59.180) on Monday, July 15, 2002 at 9:42AM :

...It is written by Ulises Casab, a medical surgeon and president of the "Mexican Iraqi Association" (... the author is probably related to that Chaldean governor in Oaxaca)

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LA COMUNIDAD
CALDEO-IRAQUÍ
ULISES CASAB RUEDA

Si exceptuamos la curiosa anécdota, la figura del padre caldeo Elías Ben Kasis Hanna Mussali, que deambuló sucesivamente en Chile, Perú y la Nueva España hacia 1686, y de algún otro esporádico emigrante que escapa a mi conocimiento, los orígenes de la actual comunidad mexicana-iraquí, a la que llamaremos con mayor propiedad mexicana-caldeo-iraquí, por ser el grupo étnico que principalmente llegó a México, se remontan a los principios del siglo veinte, en la década de los años que van de 1905 a 1914.


En este tiempo la nación árabe era una entidad única y no estaba dividida en la veintena de países que ahora la conforman, de los cuales uno es el Iraq de hoy, en el cual habitan mayormente los caldeos. Pero en ese entonces estaba subyugada por el imperio turco-otomano cuyos insensibles gobernantes no desaprovechaban ningún momento para vejar a las minorías nacionales que estaban sujetas a su brutal poderío que era inamovible, cruel y salvaje, muy a pesar de las no tan veladas y frecuentes intervenciones occidentales para ayudarlos a liberarse de la opresión.


No es exagerado escribir ?ni decirlo?, que la Sublime Puerta Turca esto es, el imperio otomano, los consideraba como ciudadanos de segunda clase si no es que de tercera y la palabra súbdito en su sentido oprobioso, era el calificativo más suave que recibían aquellos seres sujetos a la ira y a la furia de los gobernantes, porque para ellos no existían los derechos humanos, sociales y jurídicos, muy a pesar de la vigencia de los edictos imperiales (jat el charif y jat el hamayuni), que contenían reformas dando derechos a los extranjeros y otorgando la igualdad de los individuos.

Es cierto que esta disposición abrió las puertas de la esperanza a una vida mejor para los pueblos árabes que profesaban la religión musulmana, pero para las demás creencias y en nuestro caso los cristianos, especialmente los que comulgaban con el Vaticano, estos preceptos eran solamente ilusiones utópicas, ideales teóricos obsoletos y de papel, o simples hipótesis de algo que en realidad, nunca llegó ni habría de llegar y menos aún para ellos, que enterrados, carecían de una seguridad de vida , de honor, de bienes y de servicios.


Es entonces que los católicos caldeos, alentados por los consejos de amigos occidentales, y por la feliz experiencia de los vecinos instalados en los futuros territorios libaneses y sirios, decidieron emigrar hacia mejores horizontes, de hecho a cualquier lugar del mundo, dejando atrás un tormentoso pasado de sufrimientos e ignominias, dejando atrás a sus familias doloridas que se despojaban de sus bienes, para que alguno ?al menos? lograra abandonar el territorio otomano y pudieran establecerse en otra región.


Desafiaban las represalias de los jenízaros otomanos, que confiscaban sus de por sí improductivas tierras y sus escasos bienes a fin de desalentar su salida, pero nada los detuvo; no fueron muchos los que llegaron a México, tan sólo eran unas cuantas docenas; unos pocos llegaron con sus esposas e hijos, los más llegaron solteros o habían dejado a sus parientes directos, en la esperanza de que una vez establecidos pudieran enviarles dinero para traerlos a la nueva tierra, a una nueva patria, ?si es que algún día sintieron haber tenido alguna en el infierno turco?.


Cabe acotar que aun cuando los caldeos constituyen un conglomerado minoritario en el Iraq, su pasado histórico es extremadamente brillante y sus contribución al progreso de la humanidad es enrome e influyente; su idioma es el siriaco-arameo que hablaba Jesucristo, fueron convertidos al cristianismo por Santo Tomás y San Addai, y por sus discipulos Aggai y Mari; constituidos como iglesia oriental, en el siglo quinto siguieron la herejía Nestorita que afirmaba la separación entre las naturalezas humana y divina de Jesús.


Como precepto de reafirmación grupal, los caldeos-iraquíes practican el respeto a los mayores y a las mujeres, las cuales juegan el papel de hijas, esposas y madres tradicionales; tienen un alto sentido del honor, la equidad y el deber, propician matrimonios entre parientes alejados y vecinos cercanos, practican una especie de ayuda mutua individual y gremial; conviven estrechamente con sus allegados, algunas amistades íntimas reciben el trato de hermanos o primos y realizan fiestas comunitarias cooperando de acuerdo a su posición económica.


Cumplen gustosamente con las efemérides cívicas; asisten a las ceremonias religiosas con gran respeto y celebran las festividades de sus santos patronos como San Efrén (Mar Aprem) autor de su liturgia y San Jorge (Mar Gorgis) matador del dragón del mal; reconciliados con la iglesia apostólica en el siglo XVI, adoptaron el nombre de católicos caldeos; actualmente su gran patriarca se llama Rafael Bidawid I de Babilonia de los caldeos, y naturalmente de acuerdo con el Vaticano.


Quizá no venga al tema recordar que México no entraba al principio en la mente de estos caldeos iraquíes como el punto de destino final de una emigración consciente, no, porque cuando abandonaron el territorio árabe, que insisto, era unitario aunque subyugado por el usurpador otomano, se dirigían invariablemente a Beirut para conseguir en los oficios y tareas más humildes y menos deseadas, el dinero suficiente para un billete de ida en el primer barco que iba a cualquier lugar de América.


Muchos iraquíes llegaron a los Estados Unidos, pero a algunos no los dejaron entrar porque no lograron pasar el riguroso examen médico que los declararía libres del tracoma ocular, una enfermedad endémica que azotaba al imperio otomano y de la cual no escapan ni ricos ni pobres; por eso, rechazados volvían sus ojos a otros pueblos americanos, como México, que tuvieron menos reparos en sus tristes condiciones de vida y los aceptaron; este México incomparable que recibió a nuestros padres en un espléndido gesto que jamás podremos recompensar.


Aquí permítaseme decir, que en ocasiones el azar influye en el sitio de nacimiento en la tierra, una ventura que puede ir acompañada del hado o la fortuna, buena o mala, que determina invariablemente el destino y el porvenir de los individuos; en nuestro caso, aun desconociendo la situación geográfica, social y política de México, nuestros padres optaron por este bello y generoso país, impelidos por la urgente necesidad de tener un sitio donde vivir y donde morir en paz, y se decían que al cabo México también era América.

La mayoría llegaron como todos los emigrantes forzados, llegaron con las manos vacías, llegaron con la desnudez material del que no tiene algo tangible, sólido, objetivo, del cual pueda echar mano para subsistir; en cambio, tenían algo espiritual, subjetivo, que radica más allá de la esperanza y el sueño, ellos tenían ese algo invisible y desconocido que impulsa al hombre, a labrarse un camino en el ancho mundo de la vida en la tierra, a pesar de las dificultades y a pesar de los malvados.


Puedo afirmar que los primeros caldeos-iraquíes en México, pasaron como casi todos los demás inmigrantes de otras etnias y nacionalidades, las mismas peripecias y las mismas dificultades de adaptación, asimilación e integración a las costumbres, los hábitos y las leyes mexicanas. Puedo asentar también que como ellos, un puñado de hombres y mujeres tenían un increíble afán por el trabajo tesonero, productivo y creador de realidades, nutridas en el infinito bagaje de la espiritualidad del hombre arrancado contra su voluntad de su terruño.


Ha corrido demasiada tinta sobre papeles limpios como para que yo añada algo más, de lo que muchos en distintas formas y maneras han descrito, explicado, entendido y anotado mejor que yo, como los emigrados del Medio Oriente, como libaneses, sirios, israelitas y palestinos que llegaron a la república mexicana y entre ellos nuestro pequeño grupo caldeo-iraquí, nuestros añorados padres y abuelos, que lucharon donodadamente vendiendo toda clase de mercancías y toda suerte de objetos y cosas en los más apartados rincones del país.


Sin embargo, siempre faltarán las palabras para reseñar y narrar sus aventuras e infortunios, sus concurrencias y fatigas, su constancia y paciencia proverbial, para ofrecer y vender algo a buen precio, a fin de obtener una justa y remuneradora ganancia, que le permitiera concretar un pequeño ahorro monetario, pensando en hacer próspero el negocio; siempre faltarán palabras para describir como sometió su cuerpo a inhumanas jornadas, privando a su familia entera de comodidades en pos del progreso económico.


Pero cabe decir que ahorró hasta el último céntimo caído en la caja del dinero, que castigó su sed y su hambre, que sacrificó su paseo y su descanso, que restringió su lujo y su placer, hasta acumular un pequeño capital escondido en su alcancía de barro, que tenía la forma de un cochinito, un tesoro constituido por unas cuantas pequeñas monedas de cobre de un centavo y de a dos, que luego fueron pesetas de plata sonante y que después se convirtieron en el oro centenario que guardó para dotar a la mujer que llamaría esposa.


Recorrió inhóspitos lugares colgando del cuello sus cajas repletas de baratijas; llegó a los ranchos y a las aldeas lejanas, cargando a mano sus pesadas petacas y sus bultos de cartón llenos de objetos y cosas; tendió sus frágiles varillas en las banquetas y mostró a los marchantes sus telas y géneros de toda clase; rentó el suelo para sus puestos semifijos en las calles, abrió establecimientos con escaparates encortinados, almacenó enseres en las bodegas, distribuyó productos manufacturados y fabricó artículos de marca y de patente.


Volviendo a nuestro minúsculo grupo, al llegar a México, así como la mayoría partió del pueblo agricultor norteño iraquí llamado Telkef de Mosul (otros eran de Alcoch, Araden y Batnaya), que al principio fue una fortaleza que significa pequeño monte del buen vivir o lugar de reunión en árabe; asimismo, casi todos se instalaron en el sur del estado de Oaxaca (Ixtepec), los menos quedaron en Veracruz, otros fueron a Chiapas, Yucatán, Aguascalientes, Zacatecas, Guanajuato y Nuevo León, pero después algunos regresaron a (San Jerónimo) Ciudad Ixtepec y unos pocos partieron a los Estados Unidos.


Se asimilaron a la población indígena, de tal modo, forma y manera, que en ocasiones sentimental y paladinamente se llamaba Ixtekef al pueblo de adopción, simbolizando su integración natural y étnica, porque adaptados rápidamente a las tradiciones zapotecas del istmo juchiteco-tehuano, convivieron y contrajeron nupcias con hombres y mujeres de la región, y concibieron y procrearon mexicanos de origen iraquí o mejor aún, zapotecos de origen caldeo, que no olvidaron las ancestrales costumbres árabes, ni sus profundas raíces caldeas y menos aún sus hábitos zapotecos y las costumbres mexicanas.


Con el correr de los días la segunda generación, ya estudiada e instruida, sintió que el mundo era mucho más ancho y que no les era lejano el deseo de mayor evolución cultural; además sentían que México entraba en un franco despegue del atraso en que vivía y se encaminaba a ocupar un sitio preferentemente en el concierto de las naciones; entonces los padres enviaron gustosos a sus hijos a estudiar en la capital del país, para que no sufrieran el oprobio y la miseria que ellos padecieron en el mundo otomano.


La fe de los primeros inmigrantes en el porvenir de México, se vio coronada por el éxito cuando esa raza silenciosa, callada y terca, a costa de grandes sacrificios y enormes esfuerzos, trató de marcar su ciclo y su cosmos, y lo hizo con tenaz obstinación, sin ruidos, sin alardes u ostentación de logros y hazañas; esos ixtekepecanos (sincretismo de Ixtepec y Telkef), constituyen una comunidad orgullosa de haber contribuido, aunque sea con un pequeñísimo grano de arena, en los cimientos de la grandeza mexicana contemporánea.


Se agrupan simbólicamente en la Ciudad de México desde hace una década, en una incipiente Asociación Cultural Mexicano Iraquí, que es apoyada por el personal de la Embajada de Iraq en México, con el objetivo de que el tiempo y el espacio no borre ni se pierdan sus lejanos recuerdos, su lengua súrath (siriaco aramea), su religión cristiana-caldea de rito oriental y filiación católica romana, su variada y sabrosa gastronomía, sus prendas de vestir festivas, sus cantos improvisados y sus danzas nómadas, su ancestral recíproca amistad y sus contactos con Ixtepec y Telkef.


A casi cien años de distancia, se ha perdido prácticamente el tipo étnico caldeo original y no pueden contarse todavía mil miembros en todo el territorio nacional, incluyendo iraquíes oriundos y sus descendientes, de los cuales con seguridad relativa, porque no se ha hecho un censo preciso, la mitad más o menos radica en el Distrito Federal, y proviene mayormente de la segunda generación que vino a la Ciudad de México a estudiar y que ya no regresó a Ixtepec.


Podemos decir que hay un descendiente iraquí por cada noventa mil habitantes, una cifra modestísima frente a otros grupos de inmigrantes; son pocos, pero su presencia cultural ha contribuido a la ciencia, la técnica, el arte, el deporte, el comercio, la industria y la política en nuestro país; baste decir que es excepcional que alguno no termine sus estudios preparatorios, que no hable dos o tres idiomas (español, zapoteco, árabe, caldeo, francés o inglés), que no pertenezca a clubes deportivos y sociedades culturales y que su ingreso sea inferior a dos salarios mínimos.


-- Jeff
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